viernes, 26 de diciembre de 2008

EL FLORISTA


Con los tenues rayos de sol que se escabullían por la rendija de la ventana despertó una vez más, y con los ojos aún entreabiertos, haciendo un gran esfuerzo para que no se cegaran, se puso de pie. Y una vez más, después de un vigoroso desperezar, se dirigió al cuarto de baño sin siquiera dirigir una mirada a su esposa, quien dormía como un ángel demacrado entre las desordenadas sábanas.
Al escuchar los descuidados ruidos que Raúl producía desde el cuarto de baño sin moderación alguna, María Laura, la esposa del florista, despertó sobresaltada. Apartó las sábanas enérgicamente y fue arrastrada por la ira al lugar donde se hallaba su marido en un santiamén. Este sintió un gran alboroto irrumpir la paz de su rasurada, y sólo tuvo tiempo para echar un vistazo de reojo antes de chocar con la recia y torva imagen de su esposa empotrada en el marco de la puerta del baño. Y en ese momento predijo como una vez más sus agudos gritos desgarrarían la paz de la mañana, ahogaría en inertes flechazos de acero el sonido a manantial que partía de la canilla abierta.
Su predicción se cumplió, pero ya estaba preparado para esquivar esa bola de histeria que quería derribarlo, por lo que apartó su vista y siguió con su arte de afeitado como si nada sucediera.
María se sintió impotente, acribillada por su ignorancia, acorralada en su soledad sin poder expresar lo que apremiaba su alma. Las lágrimas brotaron de sus ojos irritados, sin consuelo. Sólo deseaba que él la protegiese; se sentía tan vacía e incomprendida, tan inerte.
Llorando intensamente, con la vista nublada en tristes lágrimas se encaminó a su cama sin titubear, casi reflejamente. Raúl observó la escena y se mantuvo apartado, no quiso dar lugar a que la obra tuviera otro acto. Miró el espejo y se vio meneando la cabeza de un lado al otro, levantando los hombros cuando le pedía al reflejo una explicación comprensible.
Terminó de vestirse y antes de partir a una nueva y densa jornada laboral fue, a diferencia de lo habitual, a despedir a su amada. Muchas veces le había cuestionado actitudes así, a los gritos, pero nunca antes se había quebrado en, según Raúl, ese salado mar de dulces lágrimas.
Cuando llegó a la habitación no pudo dejar de contemplar por unos instantes cada detalle de esa mujer que amaba, esa que yacía tendida en la cama vestida de inocencia, su fino rostro, sus pómulos rosados todavía empapados por una efímera desesperación que ya se había esfumado. Cuidando de que no despertara se acercó lentamente, y luego que corrió los pelos de sus puras facciones la besó en su mejilla, siempre detrás de una mirada tierna y serena.
Ese día Raúl sintió su trabajo como un castigo interminable, porque estaba muy preocupado por su María, había estado así desde que partió de su casa por la mañana. Su aspecto era el de un hombre rudo y áspero, cualquiera a simple vista hubiera afirmado que ese huraño ser carecía totalmente de sentimientos.
Para alimentar aún más ese fuego de sequedad impenetrable, era una persona que no exhibía al mundo el turbulento océano de pasiones que lo azotaba sin cesar, prefería mantenerse distante de esa postura que él mismo consideraba como “floja”.
Regresó a su hogar de noche, como lo habitual, pero no con sus manos vacías. Cuando su esposa le abrió la puerta la sorprendió con un ramo de rosas blancas. Quiso, de alguna forma, compensar ese hueco que se había producido entre ambos. Y por esa noche, solo por esa noche, la herida cicatrizó al cubrirla de besos; pudo leer cuando hicieron el amor el significado oculto de sus gemidos, que decían “te perdono”.
Pero lamentablemente no aprendió la moraleja de esta fábula, y dejó que hoyos de distancia convirtieran esa relación en un húmedo y profundo abismo, distante una punta de la otra, fétido en oscuros desencuentros.
La situación se volvió cada vez más insostenible. Él, con su nociva y dura hombría se mostraba día a día firme como una roca en su postura. Ella, desesperada, trataba de llegar a sus brazos con grotescos chillidos, tal vez la forma más chabacana e inútil que podía utilizar.
Así, transitando por un sendero infructuoso, con un fácil perdón vestido de flores se fueron acumulando las penas irresolutas en el rostro de María, un rostro pálido y ahora arrugado por el amargo sufrir que vivía a diario.
Pero ella también era partícipe de esta macabra bola de sucesos, porque cuando todas las noches él llegaba con su ramo de flores olvidaba todo y se brindaba al placer, sólo se atormentaba cuando la invadían pesadillas de soledad y fantasmas riéndose en la oscuridad, haciéndola sentir vulnerable, desprotegida. Aunque tampoco se animaba a contarle sus sueños ni sus miedos, no era el momento apropiado, estaban tan distantes...
Hoy Raúl se critica el no haberla escuchado, extraña su blanquecina figura reposar con ese aire angelical, con sus pelos revueltos. Ahora que lo abandonó piensa que tal vez todo podría haber sido distinto, no puede comprender como los zafiros de sus ojos se atrevieron a partir y dejarlo solo. Al fin se dio cuenta que obsequiarle flores no era la solución, aunque paradójicamente hoy por hoy regalarle rosas sea lo único que pueda hacer por ella...


Ariel ALMADA 5/7/98